¿Qué es esto?

Ante todo, escribimos por vanidad; no por gusto, sino por ocio, porque no tentemos nada que hacer. Se escribe porque se quiere creer que se hace algo, pero de antemano sabemos que eso es sólo una mentira. Así como algunos aportan dinero, injusticias, felicidad, placer, Dasein aporta "tontería, ociosidad y vanidad".

jueves, 31 de marzo de 2011

“La hegemonía y sus formas”



Por: Slavoj Zizek.

Quien tenga en mente aquel los tiempos del realismo socialista, aún recordará la centralidad que en su edificio teórico asumía el concepto de lo "típico": la literatura socialista auténticamente progresista debía representar héroes "típicos" en situaciones "típicas". Los escritores que pintaran la realidad soviética en tonos predominantemente grises eran acusados no ya sólo de mentir, sino de distorsionar la realidad social: subrayaban aspectos que no eran "típicos", se recreaban en los restos de un triste pasado, en lugar de recalcar los fenómenos "típicos", es decir, todos aquellos que reflejaban la tendencia histórica subyacente: el avance hacia el Comunismo. El relato que presentara al nuevo hombre socialista, aquél que dedica su entera vida a la consecución de la felicidad de la entera Humanidad, era un relato que reflejaba un fenómeno. Sin duda minoritario (pocos eran aún los hombres con ese noble empeño), pero un fenómeno que permitía reconocer las fuerzas auténticamente progresistas que operaban en el contexto social del momento...

Este concepto de "típico", por ridículo que pueda parecer nos, esconde, pese a todo, un atisbo de verdad: cualquier concepto ideológico de apariencia o alcance universal puede ser hegemonizado por un contenido específico que acaba "ocupando" esa universalidad y sosteniendo su eficacia. Así, en el rechazo del Estado Social reiterado por la Nueva Derecha estadounidense, la idea de la ineficacia del actual Welfare system ha acabado construyéndose sobre, y dependiendo del, ejemplo puntual de la joven madre afro-americana: el Estado Social no sería sino un programa para jóvenes madres negras. La "madre soltera negra" se convierte, implícitamente, en el reflejo "típico" de la noción universal del Estado Social... y de su ineficiencia. y lo mismo vale para cualquier otra noción ideológica de alcance o pretensión universal: conviene dar con el caso particular que otorgue eficacia a la noción ideológica. Así, en la campaña de la Moral Majority contra el aborto, el caso "típico" es exactamente el opuesto al de la madre negra (y desempleada): es la profesional de éxito, sexualmente promiscua, que apuesta por su carrera profesional antes que por la "vocación natural" de ser madre (con independencia de que los datos indiquen que el grueso de los abortos se produce en las familias numerosas de clase baja). Esta "distorsión" en virtud de la cual un hecho puntual acaba revestido con los ropajes de lo "típico" y reflejando la universalidad de un concepto, es el elemento de fantasía, el trasfondo y el soporte fantasmático de la noción ideológica universal: en términos kantianos, asume la función del "esquematismo trascendental", es decir, sirve para traducir la abstracta y vacía noción universal en una noción que queda reflejada en, y puede aplicarse directamente a, nuestra "experiencia concreta". Esta concreción fantasmática no es mera ilustración o anecdótica ejemplificación: es nada menos que el proceso mediante el cual un contenido particular acaba revistiendo el valor de lo "típico": el proceso en el que se ganan, o pierden, las batallas ideológicas. Volviendo al ejemplo del aborto: si en lugar del supuesto que propone la Moral Majority, elevamos a la categoría de "típico" el aborto en una familia pobre y numerosa, incapaz de alimentar a otro hijo, la perspectiva general cambia, cambia completamente...

La lucha por la hegemonía ideológico-política es, por tanto, siempre una lucha por la apropiación de aquellos conceptos que son vividos "espontáneamente" como "apolíticos", porque trascienden los confines de la política. No sorprende que la principal fuerza opositora en los antiguos países socialistas de Europa oriental se llamara Solidaridad: un significante ejemplar de la imposible plenitud de la sociedad. Es como si, en esos pocos años, aquello que Ernesto Laclau llama la lógica de la equivalencia hubiese funcionado plenamente: la expresión "los comunistas en el poder" era la encamación de la no-sociedad, de la decadencia y de la corrupción, una expresión que mágicamente catalizaba la oposición de todos, incluidos "comunistas honestos" y desilusionados. Los nacionalistas conservadores acusaban a "los comunistas en el poder" de traicionar los intereses polacos en favor del amo soviético; los empresarios los veían como un obstáculo a sus ambiciones capitalistas; para la iglesia católica, "los comunistas en el poder" eran unos ateos sin moral; para los campesinos, representaban la violencia de una modernización que había trastocado sus formas tradicionales de vida; para artistas e intelectuales, el comunismo era sinónimo de una experiencia cotidiana de censura obtusa y opresiva; los obreros no sólo se sentían explotados por la burocracia del partido, sino también humillados ante la afirmación de que todo se hacía por su bien y en su nombre; por último, los viejos y desilusionados militantes de izquierdas percibían el régimen como una traición al "verdadero socialismo". La imposible alianza política entre estas posiciones divergentes y potencialmente antagónicas sólo podía producirse bajo la bandera de un significante que se situara precisamente en el límite que separa lo político de lo pre-político; el término "solidaridad" se presta perfectamente a esta función: resulta políticamente operativo en tanto en cuanto designa la unidad "simple" y "fundamental" de unos seres humanos que deben unirse por encima de cualquier diferencia política. Ahora, olvidado ese mágico momento de solidaridad universal, el significante que está emergiendo en algunos países ex-socialistas para expresar eso que Laclau denomina la "plenitud ausente" de la sociedad, es "honestidad". Esta noción se sitúa hoy en día "en el centro de la ideología espontánea de esa "gente de a pie" que se siente arrollada por unos cambios económicos y sociales que con crudeza han traicionado aquellas esperanzas en una nueva plenitud social que se generaron tras el derrumbe del socialismo. La "vieja guardia" (los ex-comunistas) y los antiguos disidentes que han accedido a los centros del poder, se habrían aliado, ahora bajo las banderas de la democracia y de la libertad, para explotarles a ellos, la "gente de a pie", aún más que antes... La lucha por la hegemonía, por tanto, se concentra ahora en el contenido particular capaz de imprimir un cambio a aquel significante: ¿qué se entiende por honestidad? Para el conservador, significa un retomo a la moral tradicional y a los valores de la religión y, también, purgar del cuerpo social los restos del antiguo régimen. Para el izquierdista, quiere decir justicia social y oponerse a la privatización desbocada, etc. Una misma medida (restituir las propiedades ala Iglesia, por ejemplo) será "honesta" desde un punto de vista conservador y "deshonesta" desde una óptica de izquierdas. Cada posición (re)define tácitamente el término "honestidad" para adaptarlo a su concepción ideológico-política. Pero no nos equivoquemos, no se trata tan sólo de un conflicto entre distintos significados del término: si pensamos que no es más que un ejercicio de "clarificación semántica "podemos dejar de percibir que cada posición sostiene que "su honestidad" es la auténtica honestidad. La lucha no se limita a imponer determinados significados sino que busca apropiarse de la universalidad de la noción. Y, ¿cómo consigue un contenido particular desplazar otro contenido hasta ocupar la posición de lo universal? En el post-socialismo, la "honestidad", esto es, el término que señala lo ausente —la plenitud de la sociedad— será hegemonizada por aquel significado específico que proporcione mayor y más certera "legibilidad" a la hora de entender la experiencia cotidiana, es decir, el significado que permita a los individuos plasmar en un discurso coherente sus propias experiencias de vida. La "legibilidad", claro está, no es un criterio neutro sino que es el resultado del choque ideológico. En Alemania, a principios de los años treinta, cuando, ante su incapacidad de dar cuenta de la crisis, el discurso convencional de la burguesía perdió vigencia, se acabó imponiendo, frente al discurso socialista-revolucionario, el discurso antisemita nazi como el que permitía "leer con más claridad" la crisis: esto fue el resultado contingente de una serie de factores sobredeterminados. Dicho de otro modo, la "legibilidad" no implica tan sólo una relación entre una infinidad de narraciones y/o descripciones en conflicto con una realidad extra-discursiva, relación en la que se acaba imponiendo la narración que mejor "se ajuste" a la realidad, sino que la relación es circular y autorreferencial: la narración pre-determina nuestra percepción de la "realidad".


Extraído de: En defensa de la intolerancia, Sequitur, Madrid, 2007.


Quiero oír a mi presidente hablar de Rulfo.


Por: Juan Camilo Gómez.

Hace poco vi un video en Youtube en donde reunían a dos “personalidades” de la política colombiana actual, al ex candidato presidencial Gustavo Petro y al ex-consejero presidencial José Obdulio Gaviria, a conversar y dar su opinión sobre la película Retratos en un mar de mentiras, del director colombiano Carlos Gaviria. El video se encuentra en esa página de internet con el nombre “Petro y Jose Obdulio” (http://www.youtube.com/watch?v=WKgpaXCrpSE) ; así, Jose, no José, a lo “gringo”. Aunque no dejo de recomendarla, en primer lugar, no voy a hablar de la película. En segundo lugar, no conozco con precisión las ideas políticas de los dos personajes que entrevistan; así, tampoco voy a hablar de ellos como tal. En tercer lugar, no tengo un conocimiento apropiado sobre la tendencia actual del cine colombiano, y mucho menos latinoamericano; entonces, tampoco voy a hablar de cine. En cuarto lugar, no tengo la intención de escribir sobre la posible relación existente entre el arte y la política, por lo menos no directamente, y mucho menos sobre las posibilidades “políticas” del arte; este es un tema que otros tratan con una mayor pertinencia. Quiero, para decir que es sólo una voluntad y no algo que se realizará con efectividad, escribir sobre un hecho que me parece curioso y poco común en un país como Colombia: las opiniones sobre el arte, o sea estéticas, que surgen desde actores políticos. Esto inevitablemente me lleva a una pregunta que quiero simplemente plantear y a la cual quiero llegar: al referirme a “actores políticos”, o simplemente políticos, cabe preguntarse si existe realmente una profesionalización, como un espacio disciplinario, ya sea intelectual o simplemente un hacer, “propia”, autónoma.

No quiero escribir desde la posición de la interdisciplinariedad que se suele buscar en los espacios académicos e intelectuales de nuestras universidades. Tal como lo señala Rancière, la puesta en juego de los estudios multidisciplinarios, que supone una colaboración de conocimientos y de disciplinas, conlleva en realidad una actitud que quiere afirmar una identidad en las disciplinas de conocimiento, y con ello determinar que El Conocimiento intelectual de hoy está conformado por una multitud de pequeños estados autónomos entre sí, “de disciplinas provistas cada una de su terreno y sus métodos propios”. En vez de formularlo en esos términos, es preferible pensar la puesta en común de diversas disciplinas del conocimiento de otro modo: desde la constante interrogación de lo “propio”, de su autonomía (sus métodos de análisis, constitución, objetos de estudio). En otras palabras, quiero revisar si en verdad existe un espacio propio de los estudios políticos o estéticos, y a la vez, plantear que la supuesta especificidad, que conlleva asumir ese lugar autónomo, de la política, es a su vez su degeneración.

El conversatorio comienza con algunas imágenes de la película de Carlos Gaviria que describen someramente la temática en la que gira la cinta: la violencia paramilitar en la zona del Magdalena Medio. Gustavo Petro, el primero en hablar, oriundo de ese lugar, comienza aclarando que la película, él, como cualquier colombiano, no la puede ver desde la posición de un cineasta, o de un especialista de cine; aclaración que quiere, en un principio, declarar la modestia de Petro con relación a la crítica de cine, pero que luego va a dar cuenta de la idea que él tiene de una obra cinematográfica, y, se puede inferir, del arte en general. Lo primero que le interesa señalar es la alusión inmediata que se muestra en la película de la realidad colombiana; en su lectura, hegeliana por naturaleza, vincula de inmediato la realidad concreta, histórica del país, con el valor, el sentido que tiene la película. El hecho que se logre “caracterizar”, o “representar”, con exactitud las distintas problemáticas de violencia, desplazamiento, etc. del departamento de Córdoba, hace que esta sea una película lograda, que valga la pena ver.


Por su parte, José Obdulio, quien critica cualquier sistema marxista, mantiene una relación estrecha con un sentido hegeliano de la obra de arte —en esto se parece a Petro (en esto, y en otras cosas más, se parece el neoliberalismo al marxismo) —, pero en un sentido particular: para él la película no está dando cuenta exacta de la realidad social y política de nuestro país, sino que está aludiendo a algo que no es “nuestro”. Curiosamente, para poder argumentar acude a la crítica de la mass-media que se hizo popular en los Estados Unidos en los años sesenta y setenta: esta película, amarillista y sangrienta, corresponde a un modelo de propaganda con fines evidentemente comerciales, que buscan impactar a un público mediante efectos especiales, muertes, masacres, que se desvían de la noción que tiene él del cine: el arte debe articulase con la realidad histórica. La diferencia con Petro estriba en que para Obdulio el país no es el que se pinta ahí, que esa visión (de masacres paramilitares, de desplazamientos, etc.) no hace parte de lo que para él es Colombia. En esa manera, la película adquiere la connotación puramente comercial, que hace extraña la realidad colombiana, y por lo tanto, no merece ser vista. Las producciones cinematográficas, argumenta, deben construirse en un reflejo honesto de lo que para él es la realidad social y política: en un cine que muestre un país mucho más “dinámico”, “activo”; así, se deben mostrar historias de estudiantes, de amor, desengaño, de humor, porque estos son modelos más apropiados para el cine. No quiero entrar a discutir esto, pero lo que él no sabe es que esos modelos son más comerciales que el otro, el que rechaza.

Petro, que quiere defender su idea de realidad histórica colombiana, le dice, aún sin entender completamente el argumento de Obdulio, que el arte no puede ignorar lo que la realidad circunda. Pone el ejemplo del tipo de cine que debió producirse en la Segunda Guerra Mundial: si bien pudieron existir historias de amor durante la caída del tercer Raich, el cine que debió permanecer en la historia, el más pertinente, fue el que no ignoró los acontecimientos históricos más profundos que estaba sucediendo: Auswitsch y los guetos. Incluso, un poco más marxista en su concepción del arte, no niega las posibilidades de movilidad que puede llegar a tener una obra: el arte puede ayudar a transformar las realidades históricas. Como dije en un principio, no quiero argumentar a favor o en contra de alguno de los dos, pero esta noción del arte, a mi parecer, tiene la grave dificultad de convertir las obras de arte en meros pasquiches políticos e imposibilitarles un desarrollo puramente interno, estético. La conversación, al tener en común la postura hegeliana del arte (el arte debe corresponderse con la realidad histórica), se desvía sobre la noción de la realidad colombiana que cada uno tiene. Hasta aquí termina mi reseña de la conversación; otro, con más interés en la misma, podrá dar una opinión sobre las posturas.

Como dije, no me interesa escribir algo sobre la película o sobre las ideas políticas de Petro o Gaviria. Quiero, sobre todo, señalar las posibilidades del “espacio” en el que se desarrolla la conversación y las posibilidades que se pueden extraer de allí. Aunque una de las finalidades originales de la charla, quizá, haya sido la de patrocinar la película y conocer las opiniones de los dos políticos, me parece que allí se puede ver algo más. Este espacio es, para mí, un “espacio” estético. Y, señalar eso, también quiere decir, tal como lo define Rancière, que la estética está estrechamente relacionada con la realidad, o sea, con lo político y lo ético: la estética, ese conocimiento del arte que nació en el siglo XVIII, no es sólo un estudio referente al arte como un mundo autónomo, sino que también hace alusión a todas las esferas sociales, políticas y éticas. Por lo menos así lo pensó Friedrich Schiller en su Educación estética del hombre (1795). Este tipo de “espacios”, aunque sean simplemente formales y no justamente representativos, demuestran esa estrecha relación: el hecho de que se pueda acceder con facilidad a las ideas políticas de alguien a través de una simple valoración estética que hagan. Aunque el “espacio” que representa este conversatorio, también demuestra la posibilidad real de una discusión y un conflicto político en Colombia: es decir, de efectuar una democracia real. En otras palabras, la relación que se puede establecer entre la estética, que puede ir desde la simple valoración de una obra de arte, y el establecimiento de una política, de una democracia (que a su vez quiere decir polémica, no consensual, que es la actual forma de la “tercera vía” y el gobierno de integración que se quiere ver).

Esta última idea se puede comprobar si se observa el surgimiento de la democracia: del paso de una pre-política a una política. Los acontecimientos que sucedían al interior de los recitales de poesía en la Grecia de Platón, son, si se quiere, una de las primeras manifestaciones democráticas existentes, que dieron paso a la conformación de un demos. Platón, en el Ion, nos dice que en los tiempos antiguos, el juicio estético no era delegado a las manifestaciones del “populacho”: los silbidos y los gritos de niños, esclavos y la masa eran contenidas por unos guardianes. Las obras poéticas eran juzgadas por entidades conformadas por hombres cultos, preparados para ello. Sin embargo, reseña Platón con nostalgia, la tarea destinada a esos pocos hombres pasó a manos de los propios poetas. Ellos, poseídos por un alma irracional, estimaron que la única valoración aceptable es la realizada por el gusto del público, sin importar si está conformado por los hombres cultos o esclavos. Platón, que ve una degeneración en esta participación del demos, valida únicamente el juicios artístico de los hombres cultos y ridiculiza la del “populacho”. Como el poeta comienza a dedicarse a componer obras que sean aceptadas por un público más amplio, obras que exalten lo irracional y el placer, estos afirman que el juicio artístico es una competencia que también le puede corresponder a la masa. Así, ese público, que antes estaba destinado a ser contenido, sin voz, adquiere un poder de juzgar y valorar sobre lo bello y lo feo de una obra poética, y con ello, algo grave para Platón, esa amorfa democracia que nace en los escenarios poéticos, genera la convicción que así como para la poesía y la música, el demos tiene la capacidad y la facultad de opinar sobre cualquier cosa: en otras palabras, tiene una voz, una participación.

Las artes, al volverse más irracionales y al aceptar la valoración y el juicio del demos, para Platón, entran en una degeneración, que a su vez representa una degeneración política. La progresiva decadencia de las leyes pre-políticas nace como la creciente aparición de una voz del pueblo, una voz que nace en la participación del juicio estético. Es decir, la aparición de un “espacio” de participación y valoración estética es también la aparición de un “espacio” político de democratización.

Una de las críticas generalizadas que surgen cuando en nuestro país estamos cerca de los litigios es la ausencia de un verdadero espacio de discusión política. Los debates políticos han surgido como intentos de “democratización” de la “cosa política”, asumiendo que son espacios de confrontación reales. Sin embargo, se nota que estos espacios se realizan más con la finalidad de distribuir las propuestas y no la puesta en conflicto y la problematización de las ideas —que es la base central de la democracia. La pregunta es, pues, ¿Cómo conseguir la construcción de un “espacio” en donde se dé la confrontación? Que a su vez se podría plantear como: ¿es posible elaborar un “espacio” en donde se pueda llegar a conocer con profundidad las ideologías? Yo abogo porque la construcción de una democratización, la elaboración de un “espacio” político de confrontación, deba ser siempre un espacio estético. En otras palabras, estetizar la política. Esto también quiere decir que se deba politizar la estética. También quiere decir, que los “actores”, los representantes de estas disciplinas y actividades, deben redefinirse. Así como un estudioso del arte debe replantear su profesión, su lugar, esto se debe hacer en relación constante con las otras disciplinas. El político, el politólogo también debe reconstruir su lugar de participación y pensamiento; este “espacio” logró mostrarnos demostrarnos las diferencias políticas existentes entre dos políticos, que son a su vez la “izquierda” y la “derecha”; y, lo que es peor, las terribles semejanzas: la preocupación constante por el bienestar económico, la fe en el progreso, como el único factor social a establecer. En estos días en donde nuestro presidente ha intentado reformular propuestas para la devolución de la supuesta entrega de tierras, me gustaría oírlo hablar de Pedro Páramo; entonces, le preguntaría si una tierra que ha sido violentada, fuera de su utilidad económica, es aún un espacio habitable. Esperaría su respuesta pacientemente.

domingo, 6 de marzo de 2011

Quiero mi chamarra mental Philips

Slavoj Zizek

¿Tenemos actualmente una bioética? Sí. Una mala. Una que los alemanes llaman Bindestrich-Ethik, o una "ética con guión", en la cual la ética como tal es la que se pierde con el recurso del guión. El problema no reside en que una ética universal se empieza a disolver en una multitud de éticas especializadas (bioética, ética de negocios, ética médica y así) sino que algunos descubrimientos científicos inmediatamente se posicionan en contra de "valores" humanísticos, y eso nos lleva a la discusión de si la biogenética, por ejemplo, amenaza nuestro sentido de la dignidad y autonomía. La principal consecuencia de los actuales descubrimientos en biogenética es que los organismos naturales se han vuelto objetos manipulables. La naturaleza, humana e inhumana, se ha "des-sustancializado", es decir, se ha visto privada de su densidad impenetrable, de eso que Heidegger llamó "tierra". Si la biogenética puede reducir la psique humana a un objeto manipulable, esto sería evidencia del "peligro" que Heidegger señaló inherente en la tecnología moderna. Reduciendo al ser humano a un objeto natural cuyas propiedades pueden alterarse, lo que perdemos no es (solamente) nuestra humanidad sino la naturaleza misma. En este sentido, Francis Fukuyama acierta en su libro Nuestro futuro poshumano,1 cuando dice que la noción de humanidad descansa sobre la creencia de que poseemos una "naturaleza humana" heredada, es decir, que nacemos con una dimensión insondable de nosotros mismos. El gen directamente responsable de la enfermedad de Huntington (Corea o Baile de San Vito) ha sido aislado y cualquiera hoy puede saber no sólo si será afectado por esta enfermedad sino cuándo. Está en juego un error en la trascripción genética: la repetición constante de una secuencia CAG en el núcleo, en medio de un gen en particular. La edad a la cual se desarrollará la enfermedad depende inevitablemente del número de repeticiones de CAG: si existen 40 repeticiones, los primeros síntomas aparecerán a la edad de 59 años; si son 41 será a los 54; si son 50 será a los 27 años. En nada modificaría el desarrollo de la enfermedad una vida sana, ejercicios y la mejor atención médica. Podemos someternos a un examen que, si resulta positivo, puede determinar exactamente cuándo nos volveremos locos y moriremos. Es difícil imaginarse una confrontación más clara con el sin sentido de una contingencia determinante de la vida. Con razón, la mayoría de las personas (incluyendo a los científicos que identificaron el gen) han tomado la decisión de no saber, es decir, han optado por mantenerse ignorantes, una ignorancia que no es simple negativa sino que permite fantasear.


El prospecto abierto por la intervención biogenética, es decir, por el creciente acceso al genoma humano, efectivamente ha emancipado a la humanidad de las restricciones de las especies finitas, de su esclavitud ante el "gen egoísta". 2 Pero la emancipación ha venido con su precio. En una conferencia que ofreció en Marburgo en el año 2001, Jürgen Habermas insistió sobre sus reparos ante la manipulación biogenética. Según él, existen dos peligros principales. Primero, estas intervenciones borran las fronteras entre lo dado y lo espontáneo, y afectan la manera como nos conocemos. Si un adolescente sabe que su disposición "espontánea" (digamos, agresiva o pacífica) es el resultado de una deliberada intervención externa de su código genético, ello socavaría la esencia de su identidad y socavaría de paso la noción de que nuestra identidad moral se desarrolla por medio del Bildung, ese esfuerzo difícil por educar nuestras disposiciones naturales. En última instancia, estas intervenciones biogenéticas harían absurda la idea misma de educación. En segundo lugar, estas intervenciones darían lugar a relaciones asimétricas entre aquellos individuos "espontáneos" y aquellos cuyos caracteres han sido manipulados: algunos individuos serían privilegiados "creadores" de otros. A un nivel más elemental, afectaría también nuestra identidad sexual. Un tema es la posibilidad abierta a los padres, hoy, para escoger el sexo de sus hijos. Otro asunto es el estatus en las operaciones para cambiar de sexo. Hasta ahora estas operaciones se justifican por la brecha que existe entre las identidades biológica y psíquica del individuo: cuando un hombre biológico se siente a sí mismo como una mujer, atrapado en el cuerpo de un hombre, es razonable que él o ella pueda cambiar su sexo biológico y conseguir de esta manera un equilibrio entre su vida sexual y emocional. La manipulación biogenética abre perspectivas mucho más radicales. Retroactivamente podría cambiar la manera como nos entendemos a nosotros mismos en tanto seres "naturales", en el sentido que experimentaríamos nuestras "disposiciones" naturales como mediadas, no como dadas, como algo que en principio puede manipularse y por eso mismo como meramente contingente. No habría retorno a ninguna inmediación ingenua una vez que sabemos que nuestras disposiciones naturales dependen de una contingencia genética; aferrarse a ésta a cualquier costo sería tan falso como aferrarse a viejos valores "organicistas". De acuerdo con Habermas, sin embargo, deberíamos actuar como si éste no fuese el caso, y de esta manera mantendríamos nuestro sentido de dignidad y de autonomía.

La paradoja es que esta autonomía la preservaríamos únicamente prohibiendo el acceso a esa contingencia que nos determina, es decir, limitando las posibilidades de alguna intervención científica. Ésta es una nueva versión de un viejo argumento: para retener nuestra dignidad moral es mejor no saber algunas cosas. Coartar la ciencia, como pareciera sugerir Habermas, sería el precio de ensanchar la brecha entre la ciencia y la ética: una brecha que ya nos limita para ver la manera en que estas nuevas condiciones nos compelen a transformar y reinventar las nociones de libertad, autonomía y responsabilidad ética. Si seguimos un hipotético contraargumento de la Iglesia católica romana, el verdadero peligro residiría en que al permitir la intervención de la biogenética nos olvidaríamos de que tenemos almas inmortales. Esta argumentación, sin embargo, únicamente desplaza el problema. Si éste fuera el caso, los creyentes católicos serían las personas ideales para la manipulación biogenética ya que ellos estarían conscientes de que únicamente tocan un aspecto material de la vida humana y no su semilla espiritual. Sus creencias los protegerían del reduccionismo. Si tenemos una dimensión espiritual autónoma, no hay por qué temer a la manipulación biogenética. Desde el punto de vista psicoanalítico, el meollo del problema reside en la autonomía del orden simbólico. Supongamos que soy impotente debido a un bloqueo en mi universo simbólico y, en vez de "educarme" tratando de resolver ese bloqueo, yo tomo Viagra. La solución funciona y yo vuelvo a tener relaciones sexuales aunque el problema permanece. ¿Cómo sería afectado ese bloqueo simbólico por una solución química? ¿Cómo puede "subjetivarse" esta solución? La situación es indefinible: la solución podría desbloquear el obstáculo simbólico, obligándome a aceptar que no tiene sentido; o podría causar que el obstáculo retorne a un nivel más fundamental (en una actitud paranoica, quizás, en la cual yo me siento expuesto al capricho del "amo" cuyas intervenciones pueden decidir mi destino). Siempre existe un precio simbólico a pagar por estas soluciones no "ganadas". Y, mutatis mutandis, lo mismo aplica a los intentos por combatir el crimen por medio de intervenciones bioquímicas o biogenéticas; obligar a los criminales a tomar medicamentos para controlar su extrema agresividad, por ejemplo, dejaría intacto el orden social que desencadena en primer lugar ese comportamiento agresivo. Otra lección que ofrece el psicoanálisis es que, contrariamente a la noción de que la curiosidad es innata, es decir, de que existe en el fondo de cada uno de nosotros cierto Wissentrieb, o impulso por conocer, de hecho, lo contrario es cierto. Cada avance del conocimiento tiene que ser ganado en una lucha dolorosa en contra de nuestra espontánea predisposición hacia la ignorancia. Si existe un antecedente familiar de la enfermedad de Huntington ¿debería hacerme el examen para saber si efectivamente, o no, y cuándo, inexorablemente, me aquejaría la enfermedad? Si no pudiera soportar la idea de saber cuándo moriré, la (no muy realista) solución podría ser autorizar a otra persona o institución de mi entera confianza a hacerme el examen; ellos se guardarían de decirme la verdad, aunque dependiendo del resultado, también estarían autorizados a, sin aviso previo y sin dolor mediante, terminar con mi vida mientras duermo, justo antes de que la enfermedad se manifieste. El problema con esta solución es que yo sé que el otro sabe el resultado de mi examen y esto lo arruina todo, exponiéndome a una insistente actitud de sospecha. La solución ideal podría ser entonces, si sospecho que mi hijo tiene la enfermedad, examinarlo sin su conocimiento y matarlo yo mismo en el momento justo. La última fantasía sería que una anónima institución estatal llevara a cabo esto por mí sin mi conocimiento. Pero nuevamente surge la pregunta: si sabemos o no que el otro sabe. Queda abierto el camino hacia una perfecta sociedad totalitaria. Lo que es falso es la premisa: que la última obligación ética es proteger al otro del dolor y mantenerlo ignorante. No es que estemos perdiendo nuestra dignidad y libertad con los descubrimientos de la biogenética, sino que nos damos cuenta que nunca las tuvimos en primer lugar. Si, como argumenta Fukuyama, ya contamos con "terapias que borran las fronteras entre lo que logramos por cuenta propia y lo que logramos debido a los niveles de diversos químicos en nuestro cerebro", la eficacia de estas terapias implica que aquello "que logramos por cuenta propia" también depende de los niveles de "varios químicos en nuestros cerebros". No se nos está diciendo, citando a Tom Wolfe, "lo siento, pero tu alma se acaba de morir", sino, de hecho, que nunca tuvimos un alma en primer lugar. Si se sostienen las propuestas de la biogenética, entonces la decisión estaría entre aferrarnos a la ilusión de una dignidad o aceptar la realidad que somos. Si, como dice Fukuyama, "el deseo de reconocimiento tiene una base biológica y esa base se relaciona con los niveles de serotonina en el cerebro", reconocer este hecho socava el sentido de dignidad que viene de ser reconocido por otros.

El sentido de dignidad, entonces, lo obtendríamos únicamente al precio de un repudio: aunque sé muy bien que mi autoestima depende de la serotonina, a pesar de ello, lo disfruto. Fukuyama escribe esto: La manera normal y moralmente aceptable de sobreponerse a una baja autoestima era luchar contra uno mismo y contra otros, trabajar duro, aguantar a veces dolorosos sacrificios y finalmente sobreponerse y ser visto como alguien que lo ha conseguido. El problema con la autoestima según ésta es entendida por la psicología popular americana es que se vuelve un derecho, algo que todos necesitan tener aunque no lo merezcan. Esto devalúa la autoestima y convierte su búsqueda en una derrota. Pero de pronto entra en escena la industria farmacéutica que a través de drogas como Zoloft y Prozac proveen autoestima en una botella porque elevan el nivel de serotonina. Imagínense el siguiente escenario: estoy por tomar parte en un concurso, pero en vez de ponerme a estudiar para responder a las preguntas utilizo una droga para aumentar mi memoria. La autoestima que adquiero por ganar la competencia está basada en un verdadero logro: yo tuve una mejor actuación que mi oponente que se pasó toda la noche anterior tratando de memorizar los datos para responder a las mismas preguntas. El contraargumento intuitivo sería que sólo mi adversario tiene derecho a sentirse orgulloso de su actuación, porque sus conocimientos, a diferencia de los míos, fueron el resultado de mucho trabajo arduo; aunque hay algo inherentemente condescendiente en pensarlo así. Así vemos que está perfectamente justificado cuando alguien con una buena voz natural se siente orgulloso de su canto a pesar de que todos estamos conscientes de que su voz tiene más que ver con su talento que con su esfuerzo y entrenamiento. Sin embargo, si yo mejorara mi voz utilizando alguna droga, se me negaría ese reconocimiento (salvo que hubiera invertido mucho esfuerzo en inventar la droga antes de utilizarla). El punto al cual quiero llegar es que tanto el trabajo arduo como el talento natural se consideran "parte de mí", mientras que recurrir a una droga me daría un realce "artificial" porque es una forma de manipulación externa. Esto nos trae de vuelta al mismo problema: una vez que sabemos que mi "talento natural" depende de los niveles de algunos químicos en mi cerebro, ¿qué importa, moralmente, si yo los adquiero por fuera o los poseo desde el día en que nací? Para complicar más aún el asunto, es posible que mi disponibilidad para aceptar la disciplina y el trabajo arduo dependa de ciertos químicos en mi cerebro. ¿Qué pasaría si para ganar una competencia no tomo drogas para aumentar mi memoria sino únicamente una droga que fortalezca mi resolución? ¿Sería eso hacer trampa por igual? Una de las razones por las cuales Fukuyama pasó de su teoría "fin de la historia" a considerar los nuevos peligros que presentan las ciencias del cerebro es que la amenaza biogenética es una versión mucho más radical del "fin de la historia": una que tiene el potencial para volver obsoleto al sujeto autónomo y libre de la democracia liberal. Existe una razón más profunda, sin embargo, para explicar este paso de Fukuyama: el prospecto de la manipulación biogenética le ha obligado, conscientemente o no, a lidiar con el lado oscuro de su imagen idealizada de la democracia liberal. De pronto se ha visto obligado a confrontar la posibilidad de que las corporaciones puedan mal utilizar el libre mercado para manipular a la gente y llevar a cabo terroríficos experimentos médicos: gente rica que procrea una raza exclusiva con capacidades mentales y físicas superiores, instigando de esta manera una nueva lucha de clases. Está claro para Fukuyama que la única manera de limitar este peligro consistiría en reafirmar un fuerte control del mercado por parte del Estado y desarrollar nuevas formas de voluntades políticas democráticas. Si bien estoy de acuerdo con todo esto, me siento tentado a agregar que necesitamos de estas medidas independientemente del peligro biogenético: simplemente para controlar el potencial de una economía con mercado global. Quizás el problema no es la biogenética en sí misma, sino más bien el contexto de las relaciones de poder dentro del cual la biogenética funciona. Los argumentos de Fukuyama son al mismo tiempo demasiado abstractos y demasiado concretos. Él no alcanza a explorar las implicaciones filosóficas de la nueva ciencia del cerebro y de las tecnologías, ni las ubica en su contexto socioeconómico antagonista. Lo que Fukuyama no comprende (y un verdadero hegeliano lo hubiera contemplado) es el enlace necesario entre los dos fines de la historia, es decir, el paso de uno al otro: el fin de la historia liberal democrática inmediatamente convertido en su opuesto, ya que, en la hora de su triunfo, empieza a perder sus fundamentos -el sujeto liberal democrático.

El reduccionismo biogenético (y más generalmente el cognoscitivo evolucionista) debe atacarse desde otra dirección. Bo Dahlbom está en lo correcto, en su crítica de 1993 a Daniel Dennet, cuando insiste en el carácter social de la "mente". Las teorías de la mente están obviamente condicionadas por su contexto histórico: Fredric Jameson propuso recientemente una lectura del libro de Dennet, La conciencia explicada (Consciousness explained), como una alegoría del capitalismo tardío incluyendo sus elementos de competencia, descentralización, etcétera. Más importante aún, Dennet mismo insiste en que los instrumentos o herramientas, es decir la "inteligencia" externa de la cual dependen los hombres, son parte inherente de la identidad humana: no tiene sentido imaginarse a un ser humano como una entidad biológica sin el complejo andamiaje de sus herramientas -sería tanto como imaginarse a un ganso sin sus plumas. Al decirlo así Dennet abre un camino del pensar que debe explorarse más. Debido a que, en buenos términos marxistas, el hombre es la totalidad de sus relaciones sociales, Dennet debería avanzar al siguiente paso lógico y analizar el entramado de las relaciones sociales. El problema no es cómo reducir la mente a la actividad neuronal ni el de reemplazar el lenguaje de la mente con el de los procesos cerebrales, sino más bien entender cómo la mente puede emerger sólo a partir de este entramado de relaciones sociales y suplementos materiales. El problema real no es cómo -si es que es así- las máquinas imitan el comportamiento humano, sino cómo la "identidad" de la mente humana puede incorporar a las máquinas. En marzo de 2002, Kevin Warwik, un profesor de cibernética de la Universidad de Reading, conectó su sistema neuronal directamente a una computadora. Se convirtió así en el primer ser humano que recibía estímulos directamente sin la mediación de sus cinco sentidos. Éste es el futuro: no el reemplazo de la mente humana por la computadora sino la combinación de ambos. En mayo de 2002 se reportó que científicos de la Universidad de Nueva York conectaron un chip de computadora directamente al cerebro de una rata haciendo posible dirigirla por medio de un mecanismo similar al que tiene un coche de juguete con control remoto. Ya es posible que individuos ciegos reciban información elemental sobre su entorno directamente en sus cerebros sin la mediación de la percepción visual; lo que resultaba nuevo en este experimento con la rata es que, por primera vez, la "voluntad" de un agente vivo, sus decisiones "espontáneas" sobre el movimiento, fueron determinadas por un agente externo. La pregunta filosófica aquí es si esta desafortunada rata estaba consciente o no de que algo andaba mal, es decir, de que sus movimientos eran decididos por un poder externo. Cuando el mismo experimento se lleve a cabo en humanos (que, salvo cuestiones éticas, no debe ser mucho más complicado que con la rata) la persona dirigida ¿estará consciente de que un poder externo decide sus movimientos? Si la respuesta es afirmativa ¿experimentará este poder como un irresistible impulso interno o como una coerción? Es sintomático que las aplicaciónes de este mecanismo, propuestas por científicos y reportadas en los periódicos, tuvieran que ver con la ayuda humanitaria y la campaña antiterrorista: ratas u otros animales podrían utilizarse para hacer contacto con víctimas enterradas por terremotos o para atacar a terroristas sin arriesgar vidas humanas. Estamos a un año de la fecha en que Philips planea introducir en el mercado un sistema de audio de discos compactos que estará intercalado en el tejido de una chamarra que se puede lavar en seco sin dañar el sistema digital de la maquinaria. Éste no es un inocente adelanto tecnológico, como pareciera. La chamarra Philips representará una cuasi prótesis, menos un aparato externo con el cual interactuamos y más una parte de nuestra propia experiencia como organismo viviente.

El paralelo, al cual a menudo recurrimos, entre la creciente invisibilidad del chip de la computadora y el hecho de que cuando aprendemos algo lo suficientemente bien, dejamos de estar conscientes de ello, es engañoso. La señal de que hemos aprendido un lenguaje es que no necesitamos estar conscientes de sus reglas: no sólo lo hablamos espontáneamente sino que si nos concentramos conscientemente en las reglas eso nos impide hablarlo fluidamente. Previamente hemos tenido, sin embargo, que aprender el lenguaje que ahora hemos interiorizado: chips de computadoras invisibles existen "allí" y no actúan espontáneamente, sino ciegamente. Hegel se hubiera mostrado reticente a la idea del genoma humano y de la intervención biogenética, él hubiera preferido la ignorancia al riesgo. En cambio se hubiera alegrado con la desaparición de la vieja idea de que "tú eres eso", como si nuestras nociones de identidad humana fueran inamovibles para siempre. Al contrario que Habermas, deberíamos aceptar enteramente la objetivización del genoma. Al reducir mi ser al genoma, me fuerzo a atravesar las cosas fantasmales de las cuales está hecho mi ego, y sólo de esta manera puede emerger propiamente mi subjetividad.

N O T A S
1 La referencia es al último libro de Francis Fukuyama, Our Posthuman Future: Consequences of the Biotechnology Revolution, editado por Farrar,Strauss y Giroux Publishers, 2002. Francis Fukuyama (Chicago, 1952) es Bernard L Schwartz profesor de Política Económica Internacional en la Paul Nitze School of Advanced International Studies de la John Hopkins University de Washington D.C.

Otros títulos de su autoría son:
The End of History and the Last Man (Free Press, 1991) (existe edición en español);

Trust: The Social Virtues and the Creation of Prosperity (1995);

The Great Disruption: Human Nature and the Reconstitution of Social Order (1999).

2 Dawkins, R., (Nairobi, 1941), The Selfish Gene (1976) (existe edición en español). Slavoj Zizek, es investigador de la Universidad de Ljubljana, Eslovenia.

Tomado del London Review of Books vol. 25 no. 10, 22 de mayo de 2003.

Traducción de Anamaría Ashwell. a Agripa presentan un enfoque formal novedoso