Si bien es cierto que el pensamiento de San Agustín ha ejercido una influencia muy considerable en el pensamiento occidental, lo es más en las condiciones sociales de nuestro país. La lectura de su obra nos puede ayudar a comprender, entre muchas otras cosas, muchos de los acontecimientos políticos y religiosos, no sólo de Colombia, sino de Latinoamérica; así como comprender el papel que ha tenido la religión, la creencia religiosa, en el contexto social de nuestro país.
Se puede llegar a pensar que el pensamiento de San Agustín parte de una crisis social-política (de allí la pertinencia de esto que escribo). Esta crisis, como se puede argüir, es la caída del Imperio Romano, y significó, sobre todo, la necesidad de búsqueda de nuevos modelos de sociedad que pudieran remediar la ausencia y fracaso de uno dominante. San Agustín, preocupado por reorganizar el mundo, decide plantear una noción de la realidad y un modelo de sociedad a su modo. Reconoce que ha heredado dos modelos inmediatos, evidentemente provenientes del naciente cristianismo, de organización del mundo. El primero de ellos es el que plantea el Jesús de los evangelios; el segundo, San Pablo. La propuesta que se extrae de Jesús, y de la cual ya todos tenemos el suficiente conocimiento, se puede entender con mayor facilidad desde las ideas marxistas contemporáneas (que no dejan de sustentarse en la utopía); consiste, ante todo, en el poder que puede llegar a tener el hombre de reformular la historia y generar una “Tierra nueva”. En cambio, la versión de San Pablo, mucho más metafísica que la de Jesús, atravesada por la opresión a la que se vio forzado en vida, confiere los poderes del cristiano a un más allá, lejano.
Quizá la clave para comprender esto está en la idea de “Reino de Dios” (o en griego βασιλεία τοῦ θεοῦ, basileia tou theou). Este concepto, tal como lo refiere H. G. Wells, ha revolucionado la concepción del mundo y del papel del hombre en la tierra. Según el consenso teológico, el ámbito en donde habita Dios es distinto al que habita el hombre. En un principio, se erige como la restitución de Israel, tal como se menciona en el Tanaj, la biblia hebrea. También, en el Antiguo Testamento, Dios promete al Rey David que alguien reinará en el trono de su casa; de allí se interpretó que vendría el hijo de Dios a gobernar el mundo. Sin embargo, el uso de la idea de “Reino de Dios”, en el evangelio de Lucas, Juan y Marcos, se acentúa en el Nuevo Testamento. Allí, demostrado a través de las innumerables parábolas y milagros, Jesús logra demostrar que el mundo se puede cambiar, y que la sociedad en la que se habita es en sí el Reino de Dios; el rey anunciado por David ha llegado, y con él, el Reino (así se lo pide en el Padrenuestro): baste recordar la frase "El Reino de los Cielos está dentro de vosotros" (Evangelio de San Lucas, 17, 20-21), para demostrarlo.
De esta identificación de la tierra como el lugar en donde actúa Dios para transformarla, se pasó a la elaboración de un mundo que está más allá, la de Pablo, que posteriormente la adoptaría San Agustín en La ciudad de Dios, cuyo título original es De civitate Dei contra paganos, o sea, La ciudad de Dios contra los paganos. Esta obra fue escrita en la vejez del santo durante, se dice, quince años de su vida. Fue terminada aproximadamente hacia el año 426. Su bastedad, más de 22 libros, además de ser una de las primeras apologías al cristianismo, incluye temas tan variados como la esencia de Dios, la existencia del bien y del mal, el pecado, la redención, la muerte, la vida, la ley, el tiempo, el espacio, etc. De todos ellos, el que nos interesa es el que versa sobre la confrontación entre el la ciudad divina y la terrenal: “La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien […], en la presente obra […], me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador”, escribe en el prólogo de la obra.
Las diferencias que separan el ámbito divino del terrestre son amplias. EL segundo es el reino de los deseos, de una voluntad perversa, del pecado. Sin embargo, estos acontecimientos (que son en sí todo lo que se conoce hoy día como las invasiones bárbaras), pueden ser transformados en la conversión a Jesús, a la creencia en él. No obstante, se puede observar dos momentos en las consideraciones sobre la tierra en San Agustín: una, mucho más amplia y amable, en donde posibilita una interconexión de la ciudad divina con la tierra; otra, posterior, mucho más radical. En la primera actitud del santo, la ciudad de Dios está articulada con el estado terrestre. Es, evidentemente, una interconexión entre la iglesia y el estado, en donde el segundo, subordinado al primero, es el lugar de acción eclesiástico. Esta conexión, y allí viene al caso de nuestro tema, exige una actitud mucho más comprometida por parte del mundo terrestre; en un principio, el mundo es malo, pero puede llegar a generarse una salvación, puede existir una redención. Esta estrechez, sin duda alguna, es la que justifica la existencia paralela de la Iglesia en el Estado, pues es la que lo forma moralmente, la que lo guía en la glorificación. Una actitud similar es la adoptada por el teólogo luterano alemán Dietrich Bonhoeffer; para él, el estado es la manifestación de la ciudad divina, y la iglesia, mediadora en estos dos elementos, le permite la comunicación al estado, mediante la enseñanza moral, del Reino de Dios.
El San Agustín radical, tan tajante como el Dios que vomita a los que están en la mitad, es el que heredamos en términos de la fe cristiana del pueblo. Sólo existe un reino válido y justificable: el de Dios; todos los demás son enemigos de éste. Roma, como lo fue anteriormente Sodoma, forma parte del Reino de Satanás. En esa medida, ya no existe una relación posible y pensable entre la tierra y la ciudad divina; con ello se elimina cualquier compromiso terrenal existente: hay una comunidad elegida, la comunidad de Dios, bendecida por la gracia divina, que se opone a la terrestre, la comunidad de los enemigos de Dios. Esta clasificación es tan extremista como el odio racial o político. La idea de Ciudad de Dios es ante todo una crítica a la humana, gobernada por el pecado y el impulso lividezco: el estado, con todas sus connotaciones, se opone a la ciudad divina. Así, la historia se puede entender como la lucha por la victoria del Reino de Dios, que, curiosamente, no está acá. Esta hipotética historia, también, curiosamente, es la historia del fin de la historia: sólo cuando la terrenal termine, la otra surgirá como una luz sobre las tinieblas.
El Reino, como lo otro, es la expresión de lo que no somos: el tiempo allí no existe, como no existe el azar, la casualidad. Por eso, sólo es pensable como algo posterior, al término, de lo que somos. Así, y a este punto quería llegar, la historia es excluida, nuestra condición (material, sobre todo) es anulada: la posibilidad de la existencia de una ciudad de Dios es la posibilidad de negarnos, en el sentido de huir, escapar a la pregunta por el hombre.
La lectura de San Agustín se puede ver como la lectura de una mala interpretación de la doctrina cristiana, o, si se quiere, una falencia en la interpretación del origen del cristianismo. Recientemente vi por internet una conferencia de Slavoj Zizek en donde argumentaba que la crucifixión de Cristo debía comprenderse como la liquidación de la distancia instaurada entre la tierra y el más allá y no como el hecho expiatorio de las culpas. La muerte de Cristo, que es el mismo Dios, revela la confianza que este ha puesto en el hombre al bajar al mundo y con ello la integración de Dios en la historia. Esta lectura, que no dejo de reseñar porque me parece sumamente interesante, puede dar pie para una posterior reflexión. Sin embargo, me parece que Zizek logra mencionar algo que para lo que intento acá entender es iluminador: cuál es la lectura de la muerte de Cristo que se ha hecho y cuáles son las connotaciones que conlleva posteriormente. Según las reflexiones del Dr. Adams Brown, reseñadas por Aldous Huxley, en su conferencia “El hombre y la religión”, en el principio del cristianismo, como se puede percibir en los evangelios, la muerte de Cristo era equiparada a la de un sacrificio de convenio, de un favor. Así como se sacrificaba un cordero para obtener un favor divino, Jesús fue sacrificado por una gracia. Posteriormente, post-evangélicamente, se empieza a comprender como la expiación del pecado original, generado y heredado por la idea del Antiguo Testamento de la reparación de un pecado.
Luego, la crucifixión fue comprendida en dos direcciones completamente distintas: la de los teólogos griegos, y la de los latinos. Para los primeros, la conclusión directa de la Cruz es la vida, y con ello la muerte es un hecho aislado; la vida es mucho más importante que la muerte. La expiación consistía en la salvación de la caída de Adán y Eva: la muerte de Dios en la Cruz es la posibilidad de vivir en la tierra. Contrariamente, la idea latina está sustentada en la noción de la culpa: el cristiano, y cualquier ser humano, debe pagar el castigo que fue infringido a Adán. De esta manera se entiende la idea de que si un recién nacido moría sin ser bautizado, se condenaba en el infierno. Y como la idea central es la de la culpa, la imagen que se construye de Dios es la de un legislador, la de un juez, en relación a la idea del derecho romano. Con ello se puede explicar la aparición del planteamiento teológico en términos legales. Todo esto viene a colación, por el hecho de que San Agustín hereda la idea del Dios legislador, del juez divino.
Quiero volver un poco a lo dejado anteriormente para luego regresar a esta idea. El camino iniciado por San Agustín, retomando la idea latina de la crucifixión, parte de una construcción religiosa, y de la idea de Dios —y quiero decir con ello, de la idea de la humanidad, de la tierra— separada de cualquier posible de contacto con la realidad histórica. Así, como lo interpreta Nietzsche, en El anticristo, la noción de Dios, yo, la libertad, la redención, está basada en una teología imaginaria, entendido como una desvalorización del mundo, y con ello —no quiero que suene pomposo— de la historia. Para Nietzsche, la invención de un mundo mucho más valioso que el nuestro, uno completamente imaginario y que no se refleja al humano —de allí su radical separación con la pseudo-proposición artística de ser otro mundo— es ante todo un odio a la naturaleza —y de allí se entienden las prohibiciones escatológicas en la religión—, de un malestar frente a la realidad, un rechazo de los acontecimientos puramente históricos, una evasión de la, para nuestro caso, política y sociedad.
El punto sustancial más agrio en estas reflexiones de Nietzsche es la causa directa, no teológica, de la evasión. En otras palabras, lo importante es llegar a comprender cuál es el principal motor de la actitud evasiva que logra generarse en el cristianismo. Se puede resumir esta cuestión en la siguiente pregunta que formula el filósofo: “¿Quién tiene motivos para evadir de la realidad a través de mentiras?” En donde retoma la exposición de que las razones teológicas son precisamente la invención de un mundo irreal, opuesto al histórico. Más adelante él mismo contesta la pregunta: “Aquel que sufre de ella. Pero sufrir la realidad significa ser una realidad accidentada” (27). En otras palabras, el hecho que permite e impulsa la evasión tan anhelada y esperada en San Agustín, es la conciencia de un sufrimiento terrenal. No creo que Nietzsche esté argumentando o haciendo una valoración del habitar en el mundo, del que Heidegger hablaría años después, sino que está cuestionando la noción de realidad que se forma el cristiano: una realidad dominada por el sufrimiento.
La idea de que todos heredamos un pecado nos aterroriza. Quiero decir, cuando niños nos comprometen cristianamente a través de la idea de impureza; con ello no quiero decir que un niño, así como se nos hace ver en las propagandas contra el maltrato infantil —que a veces se adoptan como campañas contra “la educación a la antigua” y los supuestos traumas psicológicos—, no conlleve en sí maldades, contrariamente, pienso que hay niños que son sumamente crueles, mucho más de lo que se quiere ver. En esa dirección, no sólo nos enseñan que somos pecadores desde un principio, sino que nos hacen sentir pecadores, y con ello se inicia un proceso que se puede llamar desnaturalización del cuerpo y rechazo del mundo. Todos queremos la salvación sin duda alguna, gracias a una categorización kitch (pomposo, patético sentimental) del cielo, y el mundo, origen del pecado, es la prueba que se debe pasar sin errores. Todos, quiere decir la gran mayoría de colombianos formados en el seno religioso, tenemos una historia personal de la desnaturalización. Nietzsche demuestra cómo le sucedió al pueblo de Israel; nosotros podemos equipararlo a la vida personal y nacional.
La historia de Israel, argumenta Nietzsche, está caracterizada por una pérdida de los valores naturales. Señala cinco hechos que lo demuestran. En un principio, dice, Israel sostenía una relación “natural” con las cosas que le rodeaban. Su dios, Yahvé, era de quien emanaba la esperanza, —“era la expresión de la conciencia-del-poder—, y la naturaleza daba al pueblo lo que necesitaba (alimentos, lluvia, sol). Así mismo, este primer dios de Israel es el dios de la justicia: esto último es explicable como consecuencia de la conciencia y buen uso del poder de un pueblo. Por otro lado, el pueblo de Israel se muestra como un pueblo eminentemente agradecido: por las condiciones de la tierra, las bonanzas, el progreso material. Y, a pesar de que este estado de cosas quedó suprimido por la anarquía interior del mismo pueblo, dice Nietzsche, y los “asirios en el exterior”, la idea de un rey justo (representado en Isaías) permaneció aún después de un estado de opresión.
Posteriormente, el concepto de Dios fue cambiando, se fue desnaturalizando. Ya no estaba en relación a la unidad del pueblo, como expresión del mismo, sino absolutamente objetivado. Efectivamente, la desnaturalización de Dios se puede observar como la puesta en escena de un Dios sujeto a las más caprichosas circunstancias. “Su concepto se convierte en herramienta en las manos de agitadores sacerdotales, quienes desde ahora interpretarán toda felicidad como un premio, toda desventura como castigo por la desobediencia ante Dios, a causa del «pecado»”, que da cuenta de la incursión en el modo de interpretación, más adelante considerado una noción científica, de causa-efecto, y su consecuente negación de la casualidad, del azar, puramente humana. De allí se pasó a la idea de un Dios que exige, en vez de uno que ayuda, argumenta Nietzsche. Otra de las transformaciones es la idea de moral. En un principio estaba en un contacto directo con las condiciones sociales que la encarnaban y generaban. De ese modo, esta idea alguna vez la leí en Steiner, las leyes de Dios, las tablas divinas de la ley, eran ante todo leyes sociales. Un cambio que se vivió en el pueblo de Israel, al que nosotros nos adherimos como seguidores de Cristo, es la conversión de la moral social a una abstracción, a una “antítesis de la vida”, al convertirse en una moral de lo malo, de las no-posibilidades, del castigo, del “«mal de ojo» de todas las cosas”. Cuatro hechos se pueden extraer de estas aisladas ideas: No existe, a partir de ese momento, una conciencia clara de la coincidencia, del azar en sí (nada puede suceder porque sí); cualquier acontecimiento desventurado, desafortunado, es considerado como consecuencia clara del «pecado» y sólo es remediable mediante un ejercicio de pago, de don (el que peca y reza empata) o mediante el perdón del sacerdote (él es el único, sin importar el método, que puede salvar); toda condición de “bienestar” (en este punto, Nietzsche es muy útil para entender el retraso de los pueblos subdesarrollados, creyentes de esta doctrina por naturaleza) es un estado de maldad, de “tentación” (y de allí la famosa parábola, para algunos mala traducción del griego, de que “Más rápido entra un camello por el ojo de una aguja que un rico en el Reino de los Cielos”); por último, cualquier signo de “malestar fisiológico” (que en algunos casos da muestra de nuestra pura condición de humanos) es aplacado por la idea de una conciencia de la negación de lo que somos.
Lo que, en resumidas cuentas y, para efectos de comprensión, en relación a San Agustín, se cambió en la historia judío-cristiana fue la idea de “moral social”. Se alteró, porque ante todo existe una idea de “voluntad de Dios” que regula los actos del hombre. Así, un pueblo adquiere una significación en sí mismo de acuerdo a su capacidad de regirse por las normas que dictamina esa voluntad divina. Y, finalmente, un pueblo que se rige por el grado de obediencia a esta, que como ya se dijo piensa en eventos irreales, desnaturalizados, y sus consecuencias se castigan o se premian. Lo que creo es importante acá es señalar que la moral, que se supone es un compendio de reglas para la vida social o en comunidad, tal vez existan otras versiones mejores de esta idea, se convirtió en la moral de la voluntad de Dios, que a su vez significa, la voluntad del sacerdote, canal de comunicación directa con el Padre.
De esta manera, se podría puede pensar que en la moral de Colombia, en la conciencia de la colectividad, existe la noción de estar haciendo las cosas mal, porque evidentemente, a pesar de tener el imaginario de una tierra sumamente fértil, es un pueblo castigado constantemente por la violencia y demás factores que son conocidos. No obstante, llegar a esa conclusión es asumir cosas que no lo son. Por un lado, porque el colombiano, como una generalidad (perdonen los pocos que no piensan así) piensa que no están mal las cosas, sino, por el contrario, bien; segundo, porque Nietzsche esgrime otro elemento que me parece sumamente importante para tratar de entender lo que queremos entender. Como ya se dijo, la respuesta al rechazo del reino del hombre es el odio a este como oposición al verdadero, reino de Dios.
El odio contra la realidad, que puede explicar la sobreabundancia e impacto de los productos evasivos de la industria de la cultura en nuestro país (sólo lo nombro, pues es otro tema de discusión), se debe a dos elementos: una capacidad extrema de sufrimiento como elemento de salvación, y a su vez, de irritación, argumenta Nietzsche. El primero es una consecuencia inmediata del segundo. Para el cristiano, la idea de lo “dañino” es fundamental; el mundo terrestre es ante todo una privación. Así, en el cristiano, como consecuencia inmediata de que todo le hace daño, todo le causa un sufrimiento, (a excepción, obviamente, de la presencia de Dios), y esto le provoca la necesidad de oponerse a todo eso que lo irrita. En otras palabras, todo lo que lo rodea le genera un daño; ese sufrimiento, se manifiesta como un momento de desamparo en donde se busca un consuelo en un más allá. Para evitar el daño no sólo le vasta buscar un consuelo en Dios, sino, rechazar el placer, sólo concebible como un hedonismo que busca su centro en el amor: el cristianismo es la religión del amor, o mejor, de una idea del amor.
La idea del amor cristiano (yo lo llamo así por no desconocer la posibilidad de otras maneras de amar, más destructivas, desequilibrantes) es para Nietzsche la de la pasividad. Dos son las consecuencias que se pueden extraer de la noción del amor cristiano: la primera de ellas, sustentada en la necesidad de poder soportar el mundo, soportar el dolor, el sufrimiento, la irritación, es la idea de que el amor cristiano se erige como la fuerza ilusoria, como lo llama Nietzsche, que dulcifica el mundo, lo vuelve pasivo, de tal forma que se puede negar: “El amor es un estado en el que el hombre, la mayoría de las veces, ve las cosas como no son”, dice. Así, esta fuerza ilusoria estaría, a su vez, haciendo un contra-efecto, una sobreprotección de sí misma, pues estaría posibilitando la negación de la doctrina cristiana. Y, segundo, el amor cristiano es el que posibilita no ya la sola negación del mundo terrenal por sobre el mundo divino, sino que hace que “amemos”, desde la pasividad, las condiciones materiales, porque: “En el amor generalmente se soportan aún más, se tolera todo”. Por eso, la base de la religión cristiana es la posibilidad de amar, por sobre todo, pero ya, en un sentido cristiano del amor: “Así uno está por encima de lo peor en la vida —y ya ni siquiera se le ve”; en otras palabras, es la capacidad, a través de la fe, la esperanza, de estar, en un primer momento, por encima de todo, a través de la fuerza ilusoria. Pero sobre todo, y aquí vuelvo a la idea del anti-placer, el amor constituye el único momento de hedonismo: no sólo debo soportarlo, sino amarlo.
En resumen, la idea de que el cristiano debe soportar el sufrimiento —y en algunos casos verlo donde no existe— se constituye como un momento de irritación, de anti-placer. Pero, a pesar de ello, el cristianismo se erige sobre un hedonismo: la capacidad de amarlo todo —que a su vez está falseado—, incluso aquello que me causa dolor, porque sólo así se puede ascender al Reino de los cielos: en eso constituye la idea de la redención. El cristiano es ante todo alguien que quiere redimirse; el colombiano, aún más —en el fondo, sabe que vive en la miseria—, pero su miseria consiste en la idea de que sólo el padecer, sólo el sufrir y amar lo que le hace daño, le puede llevar al Reino de los cielos.
No sé si la idea de un ateísmo, como oposición a Dios, pueda llevar a una modificación de esta conciencia. Es evidente que hoy son pocos los reductos preocupados por la teología cristiana, y aún más por el cristianismo: me pregunto, ¿a quién le importa hoy día la trinidad, el hecho de la crucifixión? El espíritu cristiano, junto a la idea del amor cristiano, existe aún en otras manifestaciones: la televisión, el internet, la música y el mismo ateísmo (en círculos académicos, políticos, etc). La pregunta podría ser: ¿qué forma de ateísmo debemos construir (así como la pregunta es: qué forma de pensamiento debemos construir, bajo qué tipo de intelectual construirlo)? Sin embargo, tampoco creo que se pueda llegar a afirmar que la negación sea la posibilidad única, ya sea porque no se puede llegar a efectuar, a llevar a cabo, o porque sus consecuencias son aún desconocidas: alguna vez le escuché a Buñuel decir, en una entrevista, que más rápido se convertía un no-creyente al cristianismo (que acá vale decir, el espíritu del cristianismo) que un cristiano en dudar de su fe.